lunes, 4 de enero de 2016

La tumba del hechicero

 El hombre se detuvo frente a la única puerta negra del palacio blanco. Todo venía funcionando bien, pudo saltar la muralla sin que lo vieran, rodeó a los guardias sin que lo oyeran y esquivó a los perros sin que lo olieran. “Ahora empieza la parte difícil” pensó con amargura. Se aseguró de que nadie viniera detrás suyo y comenzó a quitarse la ropa prenda por prenda, hasta que lo único que cubría su piel eran sus tatuajes. En sus brazos, sus piernas y sus manos podía leerse una única palabra que en el lenguaje de la gente del desierto significa “nunca dejes de andar”. Eran en total treinta y cinco, cada una escrita por sus seres queridos, para que nunca estuviera solo en su travesía. Pasó los dedos por sobre la enorme puerta, apreciando el fino tallado que ilustraba a “los que se esconden en las dunas”. Cuando miró la palma de su mano la encontró llena de hollín, como si hubiesen tallado la madera con fuego y no con un cincel. Encomendó su alma a los cuatro vientos del desierto y les rogó que la escondieran del demonio de las catacumbas.

 Abrió la puerta y el aire viciado lo golpeó con fuerza. La oscuridad que lo esperaba del otro lado era una cosa viva y terrible que amenazaba con devorar su alma. Tentáculos negros como la tinta de los pergaminos jugaban en el aire enfrente suyo, describiendo arcos y acariciando ocasionalmente su carne invitándolo a darse la vuelta y correr. Pero él sabía que mientras no hubiera miedo en su corazón no podría reclamarlo como suyo, así que despojado de toda duda se sumergió en la oscuridad impía.


 A los pocos pasos se topó con la escalera; según la maldición de la tumba olvidaría un año de su vida por cada peldaño que bajara. Muchos se perdieron tras dar los primeros pasos y volvieron por donde vinieron sin recordar qué hacían allí. Los guardias acostumbraban recoger a los ladrones amnésicos, la mayoría de las veces los vestían con un uniforme y los ponían a hacer sus tareas mientras ellos aprovechaban a escapar con los tesoros del castillo. De esta manera los ladrones se volvían guardias y los guardias ladrones y el ciclo volvía a comenzar.

 Él era diferente a todos ellos, él nació para esta tarea y sus treinta y cinco años de vida lo prepararon para este momento. Dió tres pasos y nunca tuvo un hijo, cinco y jamás se casó. Una voz que no era una voz le instó a avanzar, y así lo hizo. A los seis se alivió porque hasta ese momento pensó que había matado a su mejor amigo. Una voz familiar le pidió que no se detuviera después de tantos sacrificios y no se detuvo. Bajó diez peldaños más y su padre había vuelto de entre los muertos. Alguien que lo consideraba a él un hijo le rogó que no se rindiera. Veinte pasos y nunca conoció a la mujer de sus sueños, treinta y lo único que recordaba era el rostro de su madre. Las voz de una extraña le dijo que siempre lo iba a amar y que debía continuar. Treinta y cinco pasos y ya no había más peldaños que bajar, las voces se detuvieron. En la oscuridad más absoluta no tuvo miedo, ya ni siquiera eso le quedaba. El hombre estaba vacío de su identidad, de sus crímenes, de sus pecados y de sus alegrías, era una pizarra en blanco. Una luz verdosa que provenía desde el techo hizo retroceder las sombras muy lentamente. Las paredes eran antiguas y estaban cubiertas de un bajo relieve que más que tallado parecía haber sido quemado. Bajo la luz fungosa las imágenes parecían cobrar vida.

 El hombre vacío continuó su camino, mirando con asombro el arte pictórico. Contaban la historia de un hombre jóven y fuerte que a través de su viaje por el desierto iba matando criaturas terribles. Con habilidad luchó contra las arpías y con sus plumas se hizo una capa ligera. Se enfrentó con coraje a la temida la manticora y con su cabeza se hizo una máscara terrible. Haciendo gala de su astucia resolvió el acertijo de la esfinge y encerró la magia de sus palabras en papiros y éstos a su vez en un códice. El hombre jóven llegó finalmente a las puertas de un enorme castillo. Con la misma habilidad con la que luchó contra las arpías atravesó la muralla sin que lo vieran, rodeó a los guardias sin que lo oyeran y esquivó a los perros sin que lo olieran. La terrible oscuridad que era la guardiana de las catacumbas no presentó un reto para aquel que había acabado con la manticora y quien no albergaba miedo en su corazón. Para superar la escalera del olvido liberó las palabras de la esfinge de su prisión de papiro.La historia que contaba el bajo relieve terminaba justó donde acababa el pasillo, en la puerta de una habitación.

 El hombre no tan vacío observaba con ojos de niño las maravillas que lo rodeaban. Las paredes estaban cubiertas con estanterías de madera y con las jaulas de palabras que nosotros conocemos como libros. Criaturas mágicas flotaban en el techo sostenidas por cables invisibles y llamas encerradas en esferas de cristal iluminaban el lugar. En el centro de la habitación había un trono y sobre el asiento había una capa de plumas vieja y olvidada. El hombre no tan vacío se la puso porque tenía frío. Arriba de una mesa se encontraba el códice de la esfinge y ni bien posó su mirada en las palabras estas soltaron su magia devolviéndole el don de la lectura. En la pared lo esperaba la máscara horrorosa de la manticora, la tomó con manos firmes y finalmente con ella cubrió su rostro, el miedo que provocaba en el corazón de los hombres fue lo que terminó por definirlo. El hechicero volvía a caminar por su castillo.

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Un dinosaurio en la cama

 Ramiro estaba soñando y lo sabía porque todo era demasiado perfecto. El sol era demasiado brillante, el pasto demasiado suave, el paisaje demasiado bello y su novia Laura estaba demasiado callada. Continuó soñando porque hacía mucho que no se tomaban vacaciones. Su novia le pidió una cerveza y él sacó dos botellas de la heladerita, miró la suya fijamente y sintió un retorcijón en las tripas sin entender por qué. Quiso apoyarla en el suelo y se cayó porque, claro, justo la había dejado en el espacio que separaba las dos losas verdes. "¿Losas?" se preguntó Ramiro y entonces se dió cuenta de que ya no era pasto sobre lo que estaban apoyadas las reposeras sino sobre una colina cubierta de losas. El suelo comenzó a sacudirse y en el horizonte se alzó una montaña enorme que de repente tenía ojos y dientes. La criatura abrió su boca enorme, amenazando con tragarse el sol y el mundo entero. Ramiro estaba congelado sin saber que hacer, aunque honestamente le parecía que era un excelente momento para despertarse. "Me va a comer" pensó, "y todavía no me duché" La bestia se lo tragó, y en la negrura más absoluta fue recobrando paulatinamente la conciencia. Pero cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

 Al lado de Ramiro dormía plácidamente uno de los depredadores más perfectos que haya pisado la faz de la tierra, un velociraptor. En la penumbra de la habitación podía ver la silueta asesina del animal, su plumaje desparramado a lo largo de la habitación, los músculos firmes ocultos bajo la piel escamosa, los dientes amarillentos en la boca entreabierta y el charco de baba alrededor del cráneo alargado; y para colmo roncaba. El corazón de Ramiro golpeaba salvajemente en su pecho y cuando escuchó un movimiento en la habitación contigua, el miedo se transformó en pánico. Con impotencia observó cómo la puerta se abría lentamente, era Laura que lo instaba a levantarse. La luz inundó la habitación, el velociraptor abrió sus grandes ojos amarillos inyectados de sangre y se tapó con la sábana hasta el cuello. Ramiro se agarró la cabeza con las patas y le dijo a su novia la coneja "mi amor, te juro que lo puedo explicar".

Obituario

 Muy confundido leyó su propio obituario mientras se servía una taza de café. Vio que la foto era la suya, mientras el café humeante rebalsaba la taza. Prestó particular atención a la fecha de nacimiento, la cual coincidía con la suya, y a la de deceso, la cual era el día de hoy. Para cuando se puso a buscar la causa de la muerte el café hirviendo alcanzó sus pantalones. Saltó para atrás, tropezó con el gato y se golpeó la cabeza contra el borde de la mesada, tal y como presagiaba el obituario.

lunes, 25 de mayo de 2015

El Temblor



 Comenzó con un temblor suave, casi anecdótico. No nos llamó mucho la atención, a pesar de que era algo raro para nosotros los rosarinos. Luego las luces se apagaron y entonces nos preocupamos. La tierra comenzó a agitarse cada vez con más violencia y ahí sí tuvimos miedo. Salí corriendo de mi casa y pude ver cómo caía el edificio de la esquina. Se derrumbó de costado, partiéndose en mil pedazos, acallando los gritos que provenían de su interior. Una vez que se asentó el polvo sólo quedaban los escombros y la sangre que se escurría entre la fría piedra gris. A la fuerza del terremoto se le sumaba el aullido del viento, entonce supe que la noche estaba lejos de terminar.
 El pavimento comenzó a partirse bajo mis pies como si fuera el caparazón viejo de un insecto, corrí lo mas que pude, perdiendo el equilibrio varias veces. La gente aullaba aterrorizada a mi alrededor, los perros ladraban, las alarmas de los autos gritaban, los caños del agua se partieron y de repente la ciudad misma lloraba. Los últimos metros me arrastré porque era imposible estar de pié. Llegué hasta la vera del río Paraná y ví que desde el sur venía una ola inmensa que barrió con las islas; bajo la luz tenue de la luna parecía un mar de oscuridad que se tragaba todo a su paso.
 Los temblores eran cada vez más marcados y rítmicos. Desde el sur del río ví una figura imposiblemente alta que se acercaba, sus rodillas acariciaban las nubes como si fuera neblina, a su paso caían ciudades y de su aliento nacían los huracanes. No sé su nombre, pero yo lo llamé Apocalipsis.
 Frente a tanta destrucción hice lo que cualquier hombre cuerdo haría. Lloré.

lunes, 8 de diciembre de 2014

El Culto: Shawn

 Algo estaba mal y él lo sabía. Eran pocas las certezas que Shawn tenía y una de ellas era que cada 327 minutos un enfermero le daba su medicación. Algo había ocurrido. Habían pasado 329 minutos exactos, los estaba contando, y nadie aparecía. Necesitaba su medicación, porque cuando no la tomaba comenzaba a escuchar las avispas en su cabeza. Se acarició el mentón, tenía la barba muy descuidada, se distrajo tratando de recordar la última vez que lo habían afeitado. “No!” dijo en voz alta, necesitaba enfocarse. 340 minutos y contando ¿Tanto tiempo había pasado? Se agarró la cabeza con fuerza, el zumbido comenzó. Tenía el pelo grasoso y enmarañado, muy largo, le daba mucho calor. Se sacó la remera, que alguna vez fue blanca, y los pantalones. Las medias le dieron algo de dificultad así que se las terminó arrancando, las odiaba, así que las tomó con los dientes y las destruyó. Las avispas, no podía pensar en otra cosa, y el calor, era sofocante, no podía respirar. Se trepó a la pequeña ventana abarrotada de su habitación, podía ver la nieve afuera, gritó de frustración, tenía calor, quería la nieve, quería silencio, necesitaba su medicina. El sol se burlaba en lo alto, le preguntó por qué lo hacía y cuando no obtuvo respuesta lo comenzó a insultar. Gritó, quería que lo oyeran, 333 minutos y no había tenido su medicina. Estaba ansioso, lloró, gritó de nuevo, tuvo miedo. No podía escuchar su voz por sobre el zumbido de las avispas, la garganta le ardía por el esfuerzo. El calor era insoportable, se sacó nuevamente la remera manchada ¿Cuándo se la había puesto? No quería tener que quitársela nuevamente así que la hizo jirones.

 Según Shawn lo peor de no tomar su medicina, era recordar. Hubo un tiempo en que fué un caballero, tenía un escudo de plata y se vestía de azul, la vida era dura pero era su vida y le gustaba. No era una posición de prestigio pero era respetado, al menos por la gente de bien. Él servía en la magnífica corte de Chicago. Era tan difícil recordar. El dolor era terrible, punzante, como avispas que apuñalaban su pobre cerebro. Estaba viejo, estaba cansado, quería dormir, pero no podía sin sus medicinas porque si lo hacía entonces llegaban las pesadillas. En ellas había siempre una mujer sin rostro y un hombre desnudo que tenía la boca manchada de sangre. El hombre desnudo a veces lo visitaba, se sentaba en la cama y le ofrecía algo de comer. Shawn no sabía qué era, sólo sabía que no tenía que comerlo. No estaba loco, jamás aceptaría comida de un extraño.

 Estaba sentado en el rincón más oscuro de su habitación acolchada, tenía la teoría de que si se quedaba bien quieto y si cerraba los ojos bien fuertes, el hombre desnudo no lo iba a ver. Shawn sabía que no estaba loco, porque la gente demente creía ver cosas que no estaban ahí, pero él realmente las veía y sabía que eran reales. Cuando abrió sus ojos vió sus manos manchadas de sangre, en sus uñas crecidas había jirones de carne. La cara le ardía, pero no le dolía, una gota de sangre le caía por el mentón. Se daba cuenta de que eso no se suponía que estuviera por fuera, así que la bebió, se chupó los dedos con la intención de que todo estuviera donde se suponía, pero siempre había más. La visión se le nublaba, estaba ligeramente teñida de rojo y sentía la cara hinchada, seguramente por el calor.

 La puerta se abrió, era el hombre desnudo que venía a ofrecerle comida. Gritó y se alejó lo más que pudo. La voz del enfermero le llegó desde muy lejos, la escuchó debilmente por sobre las avispas. Las imágenes estaban superpuestas, la del hombre desnudo y la del enfermero. Uno le ofrecía la carne tierna y blanca de una pantorrilla humana, el otro la paz y la neblina de la medicación. Tomó su desición. Abrió la boca para tomar las pastillas y mordió con fuerza. El enfermero se tiró hacia atrás, sorprendido. Shawn abrió la boca y dejó caer las dos falanges que le había arrancado al enfermero y las pastillas.

domingo, 30 de noviembre de 2014

El Culto: Hank

 Hacía casi un mes que Hank había dejado la botella; esta era la ocasión ideal para volver al vicio. El calor lo agobiaba a pesar del ventilador, aflojó el nudo de la corbata, se reclinó en la silla y apoyó los pies sobre el escritorio. Era una noche hermosa y nevaba. Desde las sombras de su oficina alcanzaba a ver la ciudad de Chicago, bella, cautivante y, por sobre todo, llena de secretos. Estaba sudando, Hank se lo atribuía al calor, pero muy en el fondo sabía que ese no era el motivo. Había sangre por todos lados, miró el cuerpo en el piso, la masa indistinta que alguna vez fue una cara y entonces empinó el vaso. El whisky era barato y tenía un gusto a alcohol muy marcado, estaba adulterado. No podía permitirse nada mejor. El charco de sangre se expandía desde el cuerpo sin vida de la prostituta, en cualquier momento llegaría la policía, se aseguró de que los vecinos oyeran los gritos de la mujer. Apagó el cigarrillo y se quitó la ropa manchada, hacía tanto calor, era insoportable, la cabeza le iba a estallar, le costaba respirar. Abrió la ventana con la esperanza de que el viento lo refrescara pero los copos de nieve se derretían al contacto con su piel y tenía la garganta seca. Las sienes le palpitaban, el sudor frío le caía por el cuello. Bajo la luz de la luna y en una completa desnudez se puso de rodillas junto al cuerpo y mordió la tierna carne de la pantorrilla de la mujer. Con cada mordisco la sangre, aún tibia, le caía por la comisura de los labios. Tenía tanta hambre, tanto calor. Masticaba con una locura famélica, como si no hubiera probado bocado en semanas.
 Las voces le habían ordenado que hiciera esto. Al comienzo le resultaban estridentes y antinaturales pero a medida que les hizo caso se fueron transformando, se volvieron más humanas, más reales; hasta que finalmente se volvieron su propia voz, era él mismo quien tomaba estas desiciones. Y eso le hacía feliz.

 Alguien encendió la luz del pasillo, se filtraba a través de la puerta de vidrio esmerilado de su oficina. Escuchó los pasos pero decidió continuar con su festín. Para cuando entraron los policias él estaba tratando de partir la tibia de la prostituta, para sorber la médula de sus huesos. Eran dos, el más jóven comenzó a vomitar cuando vió lo que quedaba del rostro de la mujer. El que parecía ser más veterano simplemente disparó. Hank murió en el acto, la bala entró por el ojo y le destrozó la parte trasera del cráneo. El veterano se aflojó la corbata, había comenzado a sentir mucho calor.

lunes, 24 de noviembre de 2014

El extraño y su sonrisa

 Había pasado la medianoche y el subterráneo estaba casi desierto. Las únicas dos personas en toda la estación estaban sentadas en las esquinas opuestas del mismo banco y era evidente el esfuerzo de uno por evitar al otro. Alan le había dedicado al extraño una mirada fugaz antes de sentarse, el hombre vestía ropas pesadas y muy calurosas para esa época del año y lentes de sol. Miraba fijamente al vacío y estaba sentado derecho, sin apoyar la espalda contra el banco. Sin embargo lo que más le incomodaba era el rostro. Su cara estaba contorsionada en un rictus que un observador casual podría llegar a confundir con una sonrisa y su piel, a pesar de ser completamente lisa, tenía cierto brillo que le recordaba al plástico.

 En un intento por quitarse esa horrible imágen de la cabeza, Alan sacó un libro y puso la música de su reproductor a todo volumen. Por desgracia ni la prosa de Dunsany ni la magia de las melodías de Unkle tuvieron la fuerza suficiente para quitarle esa sonrisa terrible de la cabeza. Estaba tan disperso que para cuando terminaba de leer una frase ya había olvidado como comenzaba. Cambiaba constantemente de posición en su asiento, no pudiendo encontrar una postura cómoda.

 En los subterráneos Alan se había encontrado con mucha gente extraña, pero esto era demasiado. Miraba fijamente la misma palabra, sin comprender su significado, cuando por el rabillo del ojo detectó un movimiento. Se levantó, asustado, dejando caer el libro. El hombre estaba sentado, como si jamás se hubiera movido, pero ya no estaba en la punta sino en el centro del banco. Alan guardó sus cosas y se quedó un rato parado si saber que hacer. Escuchó el tren a lo lejos y se distrajo un segundo para ver la hora. Se sobresaltó al darse cuenta de que ahora el hombre lo miraba fijamente a él. Lentamente la sonrisa del extraño se fue ensanchando más y más, hasta que la comisura de los labios le llegó hasta el centro de las mejillas. Alan pensaba que era la sonrisa lo que le incomodaba, pero en ese momento se dió cuenta de que lo que realmente le asustaba era lo que escondía detrás.