Abrió la puerta y el aire viciado lo golpeó con fuerza. La oscuridad que lo esperaba del otro lado era una cosa viva y terrible que amenazaba con devorar su alma. Tentáculos negros como la tinta de los pergaminos jugaban en el aire enfrente suyo, describiendo arcos y acariciando ocasionalmente su carne invitándolo a darse la vuelta y correr. Pero él sabía que mientras no hubiera miedo en su corazón no podría reclamarlo como suyo, así que despojado de toda duda se sumergió en la oscuridad impía.
A los pocos pasos se topó con la escalera; según la maldición de la tumba olvidaría un año de su vida por cada peldaño que bajara. Muchos se perdieron tras dar los primeros pasos y volvieron por donde vinieron sin recordar qué hacían allí. Los guardias acostumbraban recoger a los ladrones amnésicos, la mayoría de las veces los vestían con un uniforme y los ponían a hacer sus tareas mientras ellos aprovechaban a escapar con los tesoros del castillo. De esta manera los ladrones se volvían guardias y los guardias ladrones y el ciclo volvía a comenzar.
Él era diferente a todos ellos, él nació para esta tarea y sus treinta y cinco años de vida lo prepararon para este momento. Dió tres pasos y nunca tuvo un hijo, cinco y jamás se casó. Una voz que no era una voz le instó a avanzar, y así lo hizo. A los seis se alivió porque hasta ese momento pensó que había matado a su mejor amigo. Una voz familiar le pidió que no se detuviera después de tantos sacrificios y no se detuvo. Bajó diez peldaños más y su padre había vuelto de entre los muertos. Alguien que lo consideraba a él un hijo le rogó que no se rindiera. Veinte pasos y nunca conoció a la mujer de sus sueños, treinta y lo único que recordaba era el rostro de su madre. Las voz de una extraña le dijo que siempre lo iba a amar y que debía continuar. Treinta y cinco pasos y ya no había más peldaños que bajar, las voces se detuvieron. En la oscuridad más absoluta no tuvo miedo, ya ni siquiera eso le quedaba. El hombre estaba vacío de su identidad, de sus crímenes, de sus pecados y de sus alegrías, era una pizarra en blanco. Una luz verdosa que provenía desde el techo hizo retroceder las sombras muy lentamente. Las paredes eran antiguas y estaban cubiertas de un bajo relieve que más que tallado parecía haber sido quemado. Bajo la luz fungosa las imágenes parecían cobrar vida.
El hombre vacío continuó su camino, mirando con asombro el arte pictórico. Contaban la historia de un hombre jóven y fuerte que a través de su viaje por el desierto iba matando criaturas terribles. Con habilidad luchó contra las arpías y con sus plumas se hizo una capa ligera. Se enfrentó con coraje a la temida la manticora y con su cabeza se hizo una máscara terrible. Haciendo gala de su astucia resolvió el acertijo de la esfinge y encerró la magia de sus palabras en papiros y éstos a su vez en un códice. El hombre jóven llegó finalmente a las puertas de un enorme castillo. Con la misma habilidad con la que luchó contra las arpías atravesó la muralla sin que lo vieran, rodeó a los guardias sin que lo oyeran y esquivó a los perros sin que lo olieran. La terrible oscuridad que era la guardiana de las catacumbas no presentó un reto para aquel que había acabado con la manticora y quien no albergaba miedo en su corazón. Para superar la escalera del olvido liberó las palabras de la esfinge de su prisión de papiro.La historia que contaba el bajo relieve terminaba justó donde acababa el pasillo, en la puerta de una habitación.
El hombre no tan vacío observaba con ojos de niño las maravillas que lo rodeaban. Las paredes estaban cubiertas con estanterías de madera y con las jaulas de palabras que nosotros conocemos como libros. Criaturas mágicas flotaban en el techo sostenidas por cables invisibles y llamas encerradas en esferas de cristal iluminaban el lugar. En el centro de la habitación había un trono y sobre el asiento había una capa de plumas vieja y olvidada. El hombre no tan vacío se la puso porque tenía frío. Arriba de una mesa se encontraba el códice de la esfinge y ni bien posó su mirada en las palabras estas soltaron su magia devolviéndole el don de la lectura. En la pared lo esperaba la máscara horrorosa de la manticora, la tomó con manos firmes y finalmente con ella cubrió su rostro, el miedo que provocaba en el corazón de los hombres fue lo que terminó por definirlo. El hechicero volvía a caminar por su castillo.